jueves, 4 de octubre de 2007

DESENCADENANTES


(..) Su reacción se basó en la desesperación. Según los psicólogos que consultó a lo largo de su enfermedad, la desesperación hace que el individuo no piense en las consecuencias que puedan derivar de una acción, de su acción.

En aquel momento de sufrimiento, el borrón de su cerebro le llevó a buscar un dinero inexistente en sus arcas. Ernestina aun tenía las cuentas de la sociedad a nombre de los cuatro. La sociedad se había disuelto de palabra, Ernestina jubilada, Eva se quedaría en casa, cuidando de sus hijos, Cristina, por petición propia, nunca había tenido firma y se había mantenido fuera de aspectos decisivos y Jero se quedaba solo con su anónima y secreta enfermedad. Aquellos amigos de la infancia, hoy más que familia, tendrían su primer encontronazo serio e imborrable.

Había encontrado un puesto de trabajo momentáneo, hasta cobrar la parte proporcional del saldo de aquella cuenta y los pocos beneficios que habían obtenido después de tres años de empresa. Aquel nuevo trabajo colaboraba para que su dolencia se incrementara por diez. Abría y cerraba aquella tienda, diez horas de pie, colocando conservas en los estantes, dando entrada a las mercancías del supermercado y negociando con los proveedores, se convirtieron en un infierno para sus piernas, para sus costados y para su cabeza (…)

(…) Martínez, desayuno tras desayuno, le hablaba de la terapia que le habían ofrecido a su madre. Consistía en una serie de inyecciones intramusculares, allá donde el dolor era más fuerte, más punzante, más desesperante. La factura a pagar no llegaba a ser millonaria pero sí imposible para Jero. Un tratamiento de tres meses le llevaría a eliminar sus dolores por un año. El precio, una cifra desproporcionada para su bolsillo. Aquel medicamento no pertenecía al listado de su seguro. Aquel medicamento era una salvación, un flotador en medio de un océano en marejada.

Decidió visitar al Dr. Valverde, un reumatólogo de media escuela y revelador bolsillo. No importaba el palmarés de Valverde, lo único cierto para Jero era la posibilidad de calmar aquellos dolores que le impedían llevar un vida considerada como normal.

Convencido de aquel tratamiento milagro, Jero, se puso una primera dosis, sabiendo que en el actual momento y estado, no podría ponerse la obligada segunda dosis. Los días siguientes a aquella inyección fueron suaves, tranquilos, incluso alegres. Solo existía dolor en la zona pinchada, el resto del cuerpo descansaba en una paz como no recordaba. Llegó el día previo a la segunda dosis, Jero no disponía del efectivo para poder pagar los servicios de Valverde. Pensó en sacar el dinero de la aún no desecha cuenta de empresa para, en dos o tres meses, devolver aquella cuantía perteneciente a tres personas más. A tres compañeras más. A tres amigas más.

La semana siguiente a aquella segunda proporción de medicamento, fue, si cabe, más sedante que la primera. El calvario estaba por llegar.

Era lunes, un lunes sin dolor, un lunes donde pudo abrir el cierre de la tienda, un lunes donde las latas de conserva no pesaban, donde las entrevistas con proveedores se mantenían de pie, sin necesidad de acudir al despacho para tomar asiento urgente. En el bolsillo de su pantalón vibró el teléfono móvil, miró la pantalla antes de descolgar, aquel iluminado aparato indicaba el nombre de Ernestina. Era ella quien telefoneaba a Jero.

Pulsó a tecla verde. Un chorro de voz comenzó a interrogarle sobre aquel movimiento bancario. Jero no podía calmar a aquella enfadada mujer, no sabía que decir ante tanta pregunta continuada. Dejó que terminara aquella ametralladora vociferante y comenzó a explicarse. Había que decir la verdad y dijo la verdad. A lo largo del día, también recibió la llamada de Cristina. Ernestina le había contado su versión sobre lo sucedido. El monólogo de Cristina solo fue acusador.

Jero colgó aquel teléfono que no comprendía, aquel ingrato teléfono que no quería escuchar, aquel desafecto teléfono que le llamaría una vez más. Aquel teléfono que le citó para tacharle de mentiroso y de ladrón (…) Lo fue o no lo fue… se le señaló con un dedo acusador, intransigente, jurado del desconocimiento.

(…) La vida es así, Jero devolvió aquel dinero al recibir una herencia inesperada. Hoy Jero continúa en el infierno del dolor corporal y de la incomprensión. Jero quiere borrar de su mente aquello que sucedió años atrás y que aún no se le ha perdonado. Jero pidió perdón. Jero no fue escuchado.
= = =
Chechu Arroyo
copyright Chechu Arroyo ©

2 comentarios:

Caminar sin gluten dijo...

¡Hola Chechu!, hoy hemos camido por ese jardín que compartimos y nos hemos acordado de ti.

Saludos,

Ana y Víctor.

Jesús Arroyo dijo...

Gracias pareja. Pasear es un CAPRICHO ¿verdad?