Marci recuerda hoy, sentado frente a la ventana de la biblioteca, su niñez. El olor que desprende el viejo sillón de cuero junto a tantas páginas ocres de la estantería, su pipa apagándose sobre el cenicero y, al otro lado del cristal, bajo un azul sin brillo, apagado, casi gris, mira sin ver multitud de palomas. El sentido de sus ojos está sedado por su pensamiento, niñez de hace cuarenta años.
Laura, su madre, se muere en una fría cama de hospital. La inconsciencia salva su sufrimiento. Su respiración es apta para el ahogo. En su cara, una mascarilla impulsa a sus frágiles pulmones borrachos por una metástasis inoportuna. Tan solo se ha roto la cadera, como tantas ancianas que se levantan en una noche cerrada por la química durmiente. No se le rompió la cadera en la caída. Cayó porque el hueso roto hizo que se desplomara y ahora se muere por los gusanos de aquellos tumores quietos hasta la intervención quirúrgica.
Sus hijas rodean la cama donde pasa sus últimas horas, sus últimos días, sus últimas semanas, sus últimos momentos al fin y al cabo. Marci continúa sentado sin las palomas en el triste azul, recordando aquellos días, pensando en la ausencia junto a Laura, creyendo que no se merece pensar en ello y padeciendo el vértigo del ayer, del maltratado ayer.
Se ha levantado para abrir el armario y sacar el vaquero más cómodo de todos y el viejo polo blanco de manga corta. En el hospital hace calor, se dice. Deja la ropa sobre la cama, acude al cuarto de baño, abre el grifo de la ducha, regula la temperatura y se desviste con la duda. No acudas, se dice. No se lo merece, se dice. Suena la loca llamada entrante del móvil. Se puso esa desenfrenada melodía para recibir noticias de sus hermanas. Ven pronto, escucha. Cuelga la llamada, cierra el grifo, se viste con las mismas ropas de antes y regresa a su viejo sillón. En el alféizar de la ventana una pareja de pichones se picotean entre si. Son hermanos y se picotean entre ellos, piensa. Recoge la pipa, la carga con el tabaco aromático que relaja los sentidos del prójimo y la enciende lentamente. Vuelve a sonar la misma melodía de antes. La misma llamada. La misma insistente.
Continúa recordando aquel dormitorio oscuro, interior, de enteladas paredes y lámpara barroca, que fue gabinete en tiempos de maricastaña. Tenía tres años y lo recuerda perfectamente. Los recuerdos son incapaces de irse cuando la escena es repetida. Memoria fotográfica piensan algunos especialistas y no, no es memoria fotográfica. Es angustia al ver renacer aquellas luces apagadas, al escuchar el portazo al final del pasillo, al sentir en sus pies el seísmo de las pisadas de su padre bajando las escaleras hasta el portal y luego silencio por unos segundos y la mano de Laura, de la madre, tirando de su batín hacia ella, abrazándole, el comienzo del gemido, solo del gemido porque no había lágrimas en la garganta de su madre, la anaconda de los brazos sujetándole contra su cara y de nuevo el gemido y la oscuridad que convertía aquel dormitorio, anterior gabinete, en una cueva de demonios y muertos. Pasaban los minutos, las horas, los brazos continuaban sujetando aquel frágil cuerpo infantil. Marci no podía mover un músculo de su tronco, sus brazos eran dos postes anudados, solo respiraba y cerraba los ojos asustado y el miedo hacia que los abriera para mirar al frente y de reojo a los lados y veía sombras inexistentes en aquella cruel oscuridad y sentía gemir, aullar, quemarse a decenas de cuerpos en las hogueras del infierno. Era Laura, eran sus gemidos de cine y Marci esperaba, con una ansiedad silenciosa, interior, volver a sentir los pasos, ahora tranquilos, del regreso de su padre, sabiendo que en unos días, la historia de aquel patíbulo, se repetiría.
Vuelve a sonar el móvil y piensa… tengo que irme.
Laura, su madre, se muere en una fría cama de hospital. La inconsciencia salva su sufrimiento. Su respiración es apta para el ahogo. En su cara, una mascarilla impulsa a sus frágiles pulmones borrachos por una metástasis inoportuna. Tan solo se ha roto la cadera, como tantas ancianas que se levantan en una noche cerrada por la química durmiente. No se le rompió la cadera en la caída. Cayó porque el hueso roto hizo que se desplomara y ahora se muere por los gusanos de aquellos tumores quietos hasta la intervención quirúrgica.
Sus hijas rodean la cama donde pasa sus últimas horas, sus últimos días, sus últimas semanas, sus últimos momentos al fin y al cabo. Marci continúa sentado sin las palomas en el triste azul, recordando aquellos días, pensando en la ausencia junto a Laura, creyendo que no se merece pensar en ello y padeciendo el vértigo del ayer, del maltratado ayer.
Se ha levantado para abrir el armario y sacar el vaquero más cómodo de todos y el viejo polo blanco de manga corta. En el hospital hace calor, se dice. Deja la ropa sobre la cama, acude al cuarto de baño, abre el grifo de la ducha, regula la temperatura y se desviste con la duda. No acudas, se dice. No se lo merece, se dice. Suena la loca llamada entrante del móvil. Se puso esa desenfrenada melodía para recibir noticias de sus hermanas. Ven pronto, escucha. Cuelga la llamada, cierra el grifo, se viste con las mismas ropas de antes y regresa a su viejo sillón. En el alféizar de la ventana una pareja de pichones se picotean entre si. Son hermanos y se picotean entre ellos, piensa. Recoge la pipa, la carga con el tabaco aromático que relaja los sentidos del prójimo y la enciende lentamente. Vuelve a sonar la misma melodía de antes. La misma llamada. La misma insistente.
Continúa recordando aquel dormitorio oscuro, interior, de enteladas paredes y lámpara barroca, que fue gabinete en tiempos de maricastaña. Tenía tres años y lo recuerda perfectamente. Los recuerdos son incapaces de irse cuando la escena es repetida. Memoria fotográfica piensan algunos especialistas y no, no es memoria fotográfica. Es angustia al ver renacer aquellas luces apagadas, al escuchar el portazo al final del pasillo, al sentir en sus pies el seísmo de las pisadas de su padre bajando las escaleras hasta el portal y luego silencio por unos segundos y la mano de Laura, de la madre, tirando de su batín hacia ella, abrazándole, el comienzo del gemido, solo del gemido porque no había lágrimas en la garganta de su madre, la anaconda de los brazos sujetándole contra su cara y de nuevo el gemido y la oscuridad que convertía aquel dormitorio, anterior gabinete, en una cueva de demonios y muertos. Pasaban los minutos, las horas, los brazos continuaban sujetando aquel frágil cuerpo infantil. Marci no podía mover un músculo de su tronco, sus brazos eran dos postes anudados, solo respiraba y cerraba los ojos asustado y el miedo hacia que los abriera para mirar al frente y de reojo a los lados y veía sombras inexistentes en aquella cruel oscuridad y sentía gemir, aullar, quemarse a decenas de cuerpos en las hogueras del infierno. Era Laura, eran sus gemidos de cine y Marci esperaba, con una ansiedad silenciosa, interior, volver a sentir los pasos, ahora tranquilos, del regreso de su padre, sabiendo que en unos días, la historia de aquel patíbulo, se repetiría.
Vuelve a sonar el móvil y piensa… tengo que irme.
Jesús Arroyo
copyright Jesús Arroyo ©
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18 comentarios:
Es fuerte , muy fuerte y duro este relato, Jesús.
No todo son alegrías en esta vida pero tenemos la obligación de olvidar para poder seguir adelante. Tenemos la obligación y el deber.
Me ha impactado. Impecablemente escrito.
Un beso.
IMPRESIONANTES tus palabras, llenas de ti!!!!
Ese principio y ese fin del que me hablas...sobre todo ese fin, espero que te encuentre lleno de fortaleza, para superar y recordar siempre la esencia, lo mejor de cada ser que amamos y nos dejan.
Un abrazo amigo
Palabras que uno lee con el corazón encogido. Son tan reales...
Un abrazo.
Duro de leer.
Al final todo se hace bonanza, serenidad y paz.
Mientras, una pluma y unas manos hacen volar el sentimiento...
No puedo comentarte más.Ya lo sabes
Un besazo fuerte.
Tremendo Chechu... Algo así siempre es de todos.
Me quedo ya en el silencio.
Un fuerte abrazo
Una historia impactante, desde su inicio hasta el termino de la lectura, me a dejado comprimido el corazòn, y a desatado en mi una pequeña lluvia, que resbala por mi rostro.
Tus escritos, me hacen sentir cada una de tus palabras.
Besos y muchos màs.
Malena:
Preguntemos a Marci si todo esto es "agua pasada", si lo tiene superado, si lo ha sacado fuera, si... Seguro que su respuesta será afirmativa.
Un besazo y muchas gracias.
Sara:
En cada chorro de veneno existe una gota de perfume. La sangre filtra lo primero y ¿qué queda?
Besinos y muchas gracias.
Julio:
Eso del corazón encogido ocurre las dos primeras veces que se lee. Realidad o ficción... Dime ahora que relato no tiene algo de realidad y que realidad, con el tiempo, no pasa a ser leyenda.
Un fuerte abrazo y muchas gracias.
Lucía:
Esa es la foto que quiero verte. Ya has comentado, ya has comprendido, ya has descolgado, ya hemos reido.
Besos mil y mil gracias.
Miguel:
No, no, no, que no sea de todos. Pobres todos si existiera nuevamente ese dormitorio, gabinete en tiempos de maricastaña.
Un fuerte y especial abrazo. Gracias Miguel.
Amanecer:
Toma mi pañuelo. Ahora relaja el corazón. Solo queda el escrito.
Muchos besos y muchas gracias.
Nos has relatado la tristeza de la muerte. ¿Ficción o real? Qué más da la muerte siempre es triste de una o de otra manera.
Un abrazo.
Terly:
Real si está escrita. Ficción si lo piensas. Letras y sentimientos, solo eso.
Abrazos.
Querido Chechu,
Tremendo relato, el de un niño hecho ya hombre que desgrana los recuerdos y le duelen, lleno de sentimiento como dices. A través de las palabras de Marci es fácil componer la fotografía de su ayer y comprender ese sentimiento del hoy.
Un beso
Durísima y cruel realidad.
A veces,
esos momentos
se hacen eterno
y nos cosemos
el corazón
con hilos de pena.
¡Excelente texto!
Un abrazo
Shikilla:
Parece que Marci se dió cuenta en edad adulta. Lo importante es eso, que se diera cuenta.
Un beso amiguita y muchas gracias.
Noray:
Y esos hilos, trenzados de pena y no de acero, son frágiles, muy frágiles pero tan duraderos como el que más.
Un abrazo y muchas gracias.
Jesús, me gusta el color que has puesto de fondo. Sí, me gusta.
Un beso y buen fin de semana.
la vida, muchas veces, nos pone estos regates delante, para que no se nos olvide lo f´ragiles que somos.
Excelente relato.
Un abrazo
A veces no es demasiado facil poder olvidar...
A veces crees que puedes, otras que debes perdonar.
Cada uno debe vivir con su conciencia.
besos.
muy duro, estoy muy sensible y boba para comentar.
un beso.
pd. te he contado lo de publicar en grupo o solitario en mi blog.
¡Qué reñato más crudo!, pero a la vez pienso que muy real. ¿Cuántos niños no habrán pasado por esas mismas escenas?
Muchas gracias por tu visita. Ha sido un placer leerte.
Saludos
Malena:
Uno de mis colores preferidos, si se le puede llamar color, es el ALBERO. Lo más parecido a él me parecía un poco pobre como fondo asi que se quedó este.
Besos.
Sara:
Y, a veces, convivir con la conciencia es un laberinto tal que prefieres aparcar aunque sea en zona prohibida.
Un beso y muchas gracias.
Gaia
En el regate está la patada del contrario, la lesión para ocuparte de su terapia.
Besos y muchas gracias.
María:
Posss no comentes, no comentes. Gracias por dejar tu respuesta, pasaré a ver.
Un besazo y muchas gracias.
Casa E.:
Placer el mío al verte por aquí. La vida, a veces, traslada a la memoria.
Besos y muchas gracias.
Besos y muchas gracias.
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