El equipaje hecho, cerrada la maleta.
Sentado en la cama enciende su última pipa y recuerda aquellas historias que su abuela Benigna le contaba mientras ordeñaba las vacas en la cuadra, mientras desgranaba los guisantes sentada en la escalera del hórreo con el balde entre las rodillas, mientras llevaban la leche a María, la vecina de la Venta, mientras una lágrima le corría, silenciosa, entre los pliegues de su cara curtida por fracasos de un ayer. Piensa en lo grande que fue aquella mujer.
Benigna tuvo muchos hijos, muchas hijas. Marci tuvo, por parte de madre, el mismo número de tíos, el mismo número de tías. Casimiro, su marido, su abuelo, llegaba al pueblo de permiso, por unos días, para unas noches, para dejar a Benigna los cuatro duros que no se había gastado en vino, en joyas ajenas. Para conocer a un hijo, para hacer otro.
En uno de aquellos permisos inoportunos, Casimiro se dio cuenta de que la barriga de su hija Cecilia había crecido más de lo habitual. Dejó que se fuera temprano, como todas las mañanas y esperó. Esperó a que su hija adolescente regresara a casa con las ganancias del día. Con los reales que, limpiando pocilgas, habrían servido para comprar la harina del pan semanal. Esperó sentado en la puerta de casa, con la boina calada hasta las cejas, en la mano derecha un bastón de castaño, en la izquierda un pellejo de vino ácido. Cecilia llegó, vio a su padre, comenzó a temblar, bajó la cabeza, continuó sus pasos hasta la entrada y, en su cara, una fría e inicial sacudida, un estallido de fuego posterior. Sus rodillas marcadas por las piedras en la caída. Dos golpes en la espalda sucedieron al primero y una frase, una sola frase que marcó su vida. Vete de esta casa, puta. Eso fue todo, Cecilia no pudo coger equipaje alguno, no pudo despedirse de su madre, de sus hermanos. Se levantó, se dio la vuelta y, sobre sus pasos, llegó a la carretera. Allí, quieta, acurrucada detrás de la piedra que marcaba el comienzo del pueblo, esperó toda la noche. De madrugada, Ovidio se acercó a ella, solo la abrazó y los dos lloraron durante largo rato. Con los reales de Cecilia y poco más, compraron dos billetes de un autocar con destino a Madrid. Las dos siguientes noches durmieron bajo el puente de Toledo, junto al Manzanares. Dos niños, dos adolescentes que serían madre y padre en unos pocos meses.
Casimiro regresaría a Fernando Poo en unos pocos días. El gobierno de España le pagaba transporte, pensión y sustento. El gobierno de España le aseguraba un puesto de trabajo civil en unas dependencias militares. El gobierno de España le premiaba el servicio a la patria con dos días libres a la semana y Casimiro ocultaba al gobierno de España el trapicheo de herramientas españolas, de comida española, de tabaco español y Casimiro ocultaba a su familia, a Benigna, a sus hijos conocidos y desconocidos, llegados y por llegar, sus andanzas por aquellas tierras africanas, sus amoríos de cartera, sus hijos mulatos criados con dinero español.
Sonó el portero automático. Marci miró su reloj. Son las once, pensó, es el taxi que he pedido para el aeropuerto y dejó la pipa sobre la mesita de noche.
Hace unas semanas, al otro lado del auricular, una voz en castellano con acento extraño le dijo, soy tu tío Buenée y te llamo desde Guinea…
Sentado en la cama enciende su última pipa y recuerda aquellas historias que su abuela Benigna le contaba mientras ordeñaba las vacas en la cuadra, mientras desgranaba los guisantes sentada en la escalera del hórreo con el balde entre las rodillas, mientras llevaban la leche a María, la vecina de la Venta, mientras una lágrima le corría, silenciosa, entre los pliegues de su cara curtida por fracasos de un ayer. Piensa en lo grande que fue aquella mujer.
Benigna tuvo muchos hijos, muchas hijas. Marci tuvo, por parte de madre, el mismo número de tíos, el mismo número de tías. Casimiro, su marido, su abuelo, llegaba al pueblo de permiso, por unos días, para unas noches, para dejar a Benigna los cuatro duros que no se había gastado en vino, en joyas ajenas. Para conocer a un hijo, para hacer otro.
En uno de aquellos permisos inoportunos, Casimiro se dio cuenta de que la barriga de su hija Cecilia había crecido más de lo habitual. Dejó que se fuera temprano, como todas las mañanas y esperó. Esperó a que su hija adolescente regresara a casa con las ganancias del día. Con los reales que, limpiando pocilgas, habrían servido para comprar la harina del pan semanal. Esperó sentado en la puerta de casa, con la boina calada hasta las cejas, en la mano derecha un bastón de castaño, en la izquierda un pellejo de vino ácido. Cecilia llegó, vio a su padre, comenzó a temblar, bajó la cabeza, continuó sus pasos hasta la entrada y, en su cara, una fría e inicial sacudida, un estallido de fuego posterior. Sus rodillas marcadas por las piedras en la caída. Dos golpes en la espalda sucedieron al primero y una frase, una sola frase que marcó su vida. Vete de esta casa, puta. Eso fue todo, Cecilia no pudo coger equipaje alguno, no pudo despedirse de su madre, de sus hermanos. Se levantó, se dio la vuelta y, sobre sus pasos, llegó a la carretera. Allí, quieta, acurrucada detrás de la piedra que marcaba el comienzo del pueblo, esperó toda la noche. De madrugada, Ovidio se acercó a ella, solo la abrazó y los dos lloraron durante largo rato. Con los reales de Cecilia y poco más, compraron dos billetes de un autocar con destino a Madrid. Las dos siguientes noches durmieron bajo el puente de Toledo, junto al Manzanares. Dos niños, dos adolescentes que serían madre y padre en unos pocos meses.
Casimiro regresaría a Fernando Poo en unos pocos días. El gobierno de España le pagaba transporte, pensión y sustento. El gobierno de España le aseguraba un puesto de trabajo civil en unas dependencias militares. El gobierno de España le premiaba el servicio a la patria con dos días libres a la semana y Casimiro ocultaba al gobierno de España el trapicheo de herramientas españolas, de comida española, de tabaco español y Casimiro ocultaba a su familia, a Benigna, a sus hijos conocidos y desconocidos, llegados y por llegar, sus andanzas por aquellas tierras africanas, sus amoríos de cartera, sus hijos mulatos criados con dinero español.
Sonó el portero automático. Marci miró su reloj. Son las once, pensó, es el taxi que he pedido para el aeropuerto y dejó la pipa sobre la mesita de noche.
Hace unas semanas, al otro lado del auricular, una voz en castellano con acento extraño le dijo, soy tu tío Buenée y te llamo desde Guinea…
Jesús Arroyo
copyright Jesús Arroyo ©
copyright Jesús Arroyo ©
16 comentarios:
Qué grata forma de expresarte. Me llama la atención lo dinámico que eres y así llegas a cautivarme con tus letras. Es como esas series rápidas que impactan y terminan rápido dejandonos con el deseo de que sigan. El nombre casimiro me hizo recordar un vecino de mi abuelita que era un ogro en su hogar y una luz hacia afuera.
Besitos amistosos!
Cuántas Benignas y cuántos Casimiros, en aquella época, que tan bien describes.
Y Cecilias, con un amor por estrenar y una imcomprensíon colgada al alma.
Fiel reflejo de muchas realidades, nos dejas...:)
Un besazo enorme.
Eres un ser, lleno de historias fascinantes!!
Ademàs tienen esa magia de cautivar,nuestra imaginaciòn!
Besos y muchos màs
Lully:
Seguirán, seguirán. Gracias por pasar a esta casa que es la tuya.
Saludos.
Lucía:
Se quedó en el ayer. Fallecería Benigna viendo a Cecilia criar a su hijo, haciendo de él un hombre y Casimiro... ¡que más da!
Besos mil.
Amanecer:
Me alegro si se ha conseguido.
Besos.
Jesús, me sorprendes cada día más. No sólo conquistas con tus coplas sino también con tus relatos.
Como dicen en mi tierra: ¡Estás sembrao!
Me gusta cada vez más como escribes.
Un beso.
Me ha encantado!!! llega una de fin de semana y se encuentra con estos relatos tan llenos de pura realidad y contados tan bonito!!!! es un placer leerte amigo, un placer.
Un abrazo
Malena:
Sería interesante (para mí) que lloviera suavemente. ¿Para qué? Pues para que esa siembra pudiera cosecharse. ¡Un sueño!
Muchos besos.
Sara:
Se hace SOLO lo que se puede. Queda tanto por aprender...
Besos guapi.
¿Qúe haría yo sin ti? mejor no me lo pregunto y me engancho de tu cuello para darte ese abrazo inmenso en el que quedará todo expresado.
Gracias amigo.
Maribel:
Ya te he contestado en tu blog ¡Ale!
Buenísimo te dejo besos desde el rincón de mis sueños
Buena historia Jesús me ha gustado tu forma de describirla y escribirla.
Un saludo
MJ
¡Qué desgaste supone el verano! Qué inactividad bloguera (en mi caso). Comienzo a desperezarme y me uno, poco a poco, a este placer que supone visitar a los demás en su propia casa. Por aquí estuve, me paré y compartí.
Mucha:
Igualmente. besos.
M.Jose:
Se hace lo que se puede.
Besos.
Asun:
Que alegría verte. Los veranos son para tomar el sol, bañarse en las playitas, leer un poco y alguna otra cosilla sin prisas. ¿Ha sido así?
Un beso.
Qué alegría me das encontrando una firma na más postear después de 3 meses! Por cierto tienes que decirme cómo poner esa lista que tienes a la derecha que trae la última entrada de cada blog... que debe ser que en el verano ha habido actualizaciones por aquí jeje.
Respecto a las vacaciones... hombre, con irse al pueblo sin ordenador ya es suficiente para no poder postear aquí xDD.
Míralo a él qué poco puto era (el del texto xD)
Lucas:
¿Cuanto pagas? Te lo digo en tu blog.
Precioso modo de contar una historia, como tantas otras, impregnando de poesía tu prosa.
Como siempre, un gusto paladear tu palabra.
Besos
Publicar un comentario