NO MERECE TÍTULO

En aquel lugar se respiraba vida. Giré sobre mi propio eje, despacio, mirando por encima de mis ojos. Todo era verde monte. Salpicados, una docena de caseríos se repartían por los prados del valle. Rojos tejados entre robledales, caballos paciendo por laderas angulosas y allá, un poco más lejos, unos puntos blancos se agrupan bajo una peña, ovejas a las ordenes de su perro pastor.

Después de respirar aquella paz, bajé al pueblo. Sus gentes me lanzaban saludos con su mirada. Noté cierta preocupación, intranquilidad tal vez. Un par de furgonetas de la policía vasca tapaban la calle. Unos pocos manifestantes, apenas veinte, portaban pancartas en vascuence. Yo no entiendo este idioma, pero por lo que murmuraban un par de señoras, en aquellos trapos blancos figuraban frases contra un muchacho del pueblo. Lo único que entendí, por su parecido con el idioma español, fue la palabra "faxista".

Miré a mi derecha y observe la fachada de una taberna. Los cristales de las ventanas estaban destrozados, la puerta abierta con violencia, la madera del cerco astillada. Unas personas, parecían jóvenes, comenzaban a sustituir las cristaleras rotas por cartones donde dibujaron dianas alrededor de la fotografía de un varón. Siniestro y cómico a la vez, estos muchachos movían sus cuerpos al mismo tiempo, como esos mutantes del cine galáctico. Es más, sin estarlo, parecían uniformados, viejos pantalones vaqueros, camisetas roídas con rayas horizontales y el pelo cortado a bocados por delante y con coleta por detrás. Todos tapaban sus caras con pañuelos o bufandas.

¿Por qué taparían sus rostros? Recuerdo que mi padre, un buen vasco, decía que el que tapaba su cara algo tenía que esconder. Así lo vemos a diario. Los atracadores y los criminales tapan sus facciones. Algunos policías también, aunque estos lo hacen por su seguridad. ¡Ah! hay otros individuos que también tapan su cara, sus manos, son terroristas que extorsionan y matan a personas inocentes solo por no coincidir con ellos en ciertas ideas. ¿Qué ideas? Es curioso como un pueblo tan rico e inteligente como éste, rico en todos los sentidos, sobre todo en sus gentes, tiene que silenciarse ante una panda de fascistas macarras mafiosos. Fascistas por el “aquí se hace lo que yo digo”. Macarras por la chulería y prepotencia con la que lo dicen. Mafiosos por la forma de llenar sus arcas y el tiro a sangre fría.

He querido conocer la tierra de mi padre, de mis abuelos, pero así no. No me han dejado. Salgo por la carretera provincial para disfrutar del paisaje. Llevo ciento veinte kilómetros. He parado en un bar de carretera. Parece tranquilo. Entro y en aquella mesa escondida veo a un hombre de unos treinta años, solo, llorando. Pido un café cargado. Le miro, me mira y, como si estuviera avergonzado, se limpia las lágrimas y termina su consumición. En su mesa, un diario de tirada nacional tiene la fotografía de aquel hombre rodeado por cuatro policías. No me lo puedo creer, la imagen está tomada en la misma taberna donde los pelados ponían dianas. Este hombre, el que ha estado llorando, es el blanco. Me acerco y le pregunto - ¿eres el de la foto? - Noto en su cara cierta desconfianza. Me he dado cuenta, la pregunta que le he hecho ha estado poco acertada. Me he presentado. Le cito en pocas palabras lo que he visto y, mirando al suelo, me ha respondido - con los ahorros de toda mi vida estaba arreglando mi casa y estos hijos de puta me la han destrozado y ahora me obligan a abandonar mis raíces. Nadie ha movido un dedo –

- Amigo, eres un valiente, volverás algún día -

Jesús Arroyo